El duelo, un
estado de desprendimiento y reconocimiento de la ausencia material y
espiritual, con todo lo que la noción de espiritu conlleva (tanta asepsia teórica
luego imposibilita algo decir de lo ya es profundamente doloroso de decir) con
un alguien profundamente especial. Un trabajo del duelo, a decir de Freud, para
vincularse de una manera distinta, no en soledad como lo demandan los tiempos
modernos y su noción de tiempo eficaz y redituable, ya con los recuerdos y con
el legado del que esta hecho uno mismo. Si yo soy otros, una parte del yo ha
muerto.
Dolor sentido como permanente, sentimiento de abandono, falta de
dirección, bordes con la locura, son algunas de las expresiones de lo que la
muerte de algún otro, el Otro quizás, hacen sentir y tambalear a ese ser-seres que
permanecemos en el mundo ¿simbólico?
La claridad de las cosas, de las sedimentaciones del yo,
si es que existieron, se vuelve turbias. Las palabras alcanzan sus límites y quizás,
sin comprenderlo, se quede uno a soportar el dolor, a hacerlo soportable,
tomando del vínculo y los recuerdos mismos alguna fuerza, un ideal, un
compromiso pendiente, para dar los pasos hacia un hacer que involucren a
nuestra(o) ausente.
Edificamos ahí ante la muerte para saber que esta algo de
lo que ya no está, para reconocernos en algún momento, saber de nuestro origen,
de nuestras ilusiones de autonomía e
individualidad. Para rendir tributo y honrar las memorias compartidas de con quién
nos hemos hecho y que también a quien en algo hemos hecho.
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